Artículo elaborado por la Lic. Aline López González
Con respecto a los orígenes de Roma, éstos
resultan difusos, pues lo que se conservó por tradición oral se volvió leyenda.
La antigua Italia es objeto
de una serie de leyendas sobre su fundación, varias de ellas relacionadas con
la guerra de Troya. Héroes griegos y troyanos, errantes y expatriados, habrían
sido los fundadores, o mejor aún, los colonizadores de los asentamientos itálicos.
Roma, dice la leyenda, fue ideada por los dioses, quienes después de la caída
de Troya, ordenaron al vencido príncipe Eneas, hijo de Venus, que condujese a
sus compañeros de exilio a una tierra de promisión hacia el oeste. Después de
sobrellevar dificultades y tentaciones durante su viaje, largo y tortuoso, los
troyanos llegaron a Italia, donde acabaron por unir fuerzas con los latinos, y
con Eneas de rey, fundaron Lavinia, ciudad próxima a la costa y 25 kilómetros
al sureste del emplazamiento de Roma. Más tarde, bajo Ascanio, hijo de Eneas,
se desplazaron unos cuantos kilómetros hacia el interior para comenzar una
nueva ciudad, Alba Longa, que pronto se convirtió en el mercado central de todo
el país.
Roma según la versión más
antigua, fue fundada por el héroe troyano Eneas, quien le dio nombre de mujer
troyana a la ciudad. Esta tradición surgida en el ámbito griego, probablemente
llegó a través de los etruscos, para encontrarse con la tradición local;
centraron en la figura del fundador a Rómulo, a quien se le unió su hermano
Remo —Romo. Su nombre
deriva del nombre de la ciudad, añadiéndole el sufijo ulus según un
procedimiento entre griegos y latinos.
Ambos relatos despertaron en
los antiguos la necesidad de una conciliación, pues se determinó que la fecha
de la caída de Troya ocurrió en el año 1182 a. C., poniendo de manifiesto una
distancia en el tiempo entre Eneas y la fundación de Roma.
Tras la destrucción de Troya,
Eneas desembarcó en las costas del Lacio, donde después de haber conciliado a
latinos y troyanos contrajo matrimonio con la hija del rey latino, Lavinia, y
en su honor fundó la ciudad de Lavinio. Su hijo Ascanio fundó Alba Longa, donde
reinaron los treinta reyes, hasta Numitor. A partir de aquí comienza la leyenda
de Rómulo.
En el siglo VIII a. de C.,
narra la leyenda que Amulio, hermano menor de Numitor, rey de los latinos y
descendiente de Eneas, lo derrocó y obligó a que su hija la princesa Rea
Silvia, fuese una virgen vestal para evitar que nacieran futuros herederos al
trono; fue poseída por el dios Marte, quien la hizo madre. De dicha unión
nacieron unos gemelos varones. Amulio ordenó que se asesinara a los pequeños,
pero para salvarlos de una muerte segura, fueron colocados en un cesto,
abandonados para alejarlos del peligro que corrían a la deriva en las aguas del
Tíber.
Los
historiadores cuentan que Rómulo y su hermano Remo, expuestos en las riberas
del Tíber pocos días después de su nacimiento, fueron milagrosamente
amamantados por una loba llegada de los bosques. Había sido enviada
evidentemente por el dios Marte, que era el padre de los gemelos, y los
romanos, hasta el fin de su historia, gustaron ser llamados “los hijos de la
loba”. Recogidos por un pastor, el buen Faustulus —cuyo nombre es por sí solo
un augurio favorable, pues se deriva defavere—, Rómulo y Remo fueron criados
por la mujer de aquél, Acca Larencia. Nombres de divinidades se encubren tras
los de Faustulus y su mujer; el primero es muy semejante del de Faunos, el dios
pastoral que frecuentaba los bosques del Lacio; el segundo recuerda el de los
dioses Lares protectores de cada hogar romano.
La cabaña
de Faustulus se elevaba, si se cree a la tradición, en el Palatino, y en
tiempos de Cicerón los romanos la enseñaban orgullosamente, todavía de pie, con
su techumbre de paja y sus muros. Es de suponer que la leyenda de Faustulus se
haya unido a esta cabaña, último vestigio del más antiguo poblado de pastores
establecido en la colina y conservado como testimonio sagrado de la inocencia y
de la pureza primitivas.
Es bien
sabido que los dos gemelos, convertidos ya en hombres, se hicieron reconocer
por su abuelo, al que restablecieron en el trono, y partieron luego para fundar
una ciudad en el lugar que tan favorable les había sido.[1]
Eligieron un lugar cercano al
Tíber, entre siete columnas, y trazaron los límites en el suelo.
Rómulo
escogió, después de consultar a los dioses, el Palatino, cuna de su infancia.
Remo, sin embargo, se instaló al otro lado del valle del Circo Máximo, en el
Aventino. Los dioses favorecieron a Rómulo enviándole el presagio
extraordinario de un vuelo de doce buitres. Remo, en igual coyuntura, no vio más
que seis. A Rómulo correspondíale, pues, la gloria de fundar la ciudad, lo que
hizo enseguida, trazando en torno del Palatino un surco con un arado: la tierra
así extraída simbolizaba el muro, el surco mismo el foso, y el emplazamiento de
las puertas lo señalaba el mismo arado, que se alzaba dejando un paso.[2]
El rito de
fundación celebrado por Rómulo fue semejante al practicado por los etruscos,
que consistía en trazar con el arado el surco que fijaba sus límites.
La
continuación del relato afirmaba de manera dramática la consagración de la
ciudad. Remo, burlón, había hecho escarnio del “muro” de tierra y de su foso
irrisorio cruzándolos de un salto, pero Rómulo se había precipitado sobre él y
lo había inmolado diciendo: “Perezca de esta manera todo aquel que en el
porvenir cruce mis murallas”. Gesto ambiguo, criminal, abominable, pues era la
muerte de un hermano y ponía sobre el primer rey la mancha de un fratricidio,
pero, al mismo tiempo, gesto necesario, ya que determinaba místicamente el
futuro y aseguraba, al parecer para siempre, la inviolabilidad de la ciudad. De
este sacrificio sangriento, el primero que hubiese sido ofrecido a la divinidad
de Roma, el pueblo conservará siempre un recuerdo espantoso.[3]
Será Rómulo,
quien, tras el asesinato de su hermano gemelo, funda Roma. Así narra la leyenda
que, según se dice, acaeciera el 21 de abril del 753 a. de C.
Rómulo se encargó de poblar
la nueva ciudad ofreciendo asilo a los fugitivos de las zonas aledañas y
organizando el rapto de las sabinas, con el objeto de darles mujeres a ese
grupo de hombres carentes de medios y de origen turbio que recalaron en la
ciudad de Roma.
La leyenda continúa
refiriendo cómo Rómulo atrajo primero hacia la ciudad a los jóvenes pastores vecinos;
después a todas las gentes errantes, a todos los desterrados, a todos los apátridas
del Lacio. Pero como era preciso asegurar el porvenir de la ciudad, y entre los
inmigrantes no había mujeres, decidió celebrar unos juegos magníficos a los que
acudirían los habitantes de las ciudades vecinas. A una señal dada en pleno
espectáculo, los romanos se abalanzaron sobre las muchachas, y en pleno tumulto
y confusión, las raptaron y las arrastraron después a sus casas. Este hecho fue
el origen de una primera guerra, muy larga, que debieron sostener los raptores
contra los padres de las jóvenes. Estas eran en su mayor parte sabinas,
originarias de pueblos situados al norte de Roma, no de raza latina. La segunda
generación romana formará, pues, una población de sangre mezclada, como lo era
ya la de los latinos.
Es sabido cómo terminaron
las cosas. Las sabinas, bien tratadas por sus maridos, se precipitaron entre
los combatientes y consiguieron la concordia. Por su consentimiento a sus
forzadas nupcias borraron la violencia y el perjurio.
La romana sabrá, pues,
desde su origen, que no es una esclava, sino una compañera; que es una aliada
protegida por la religión del juramento antes de serlo por las leyes. Esta es
la recompensa de la “piedad” de las sabinas al evitar a los suegros verter la
sangre de sus yernos, y a éstos derramar la que muy pronto iba a correr por las
venas de sus propios hijos.[4]
Rómulo se asoció en el trono
con el sabino Tito Lacio, que apareció muerto en circunstancias poco claras.
Rómulo, después de haber
fundado la ciudad, aseguró la perennidad de su población, organizó en líneas
generales el funcionamiento de la ciudadanía, creando los senadores —los
patres, jefes de familia— y una asamblea del pueblo; más tarde llevó a buen término
algunas guerras menores y desapareció un día de tempestad ante todo el pueblo
reunido en el Campo de Marte. La voz popular proclamó su paso al estado de
divinidad. Se le rindió un culto bajo el nombre de Quirinus, vieja divinidad
sabina que tenía un santuario en la colina del Quirinal.[5]
La conexión con los orígenes
troyanos permite a la cultura romana reivindicar una suerte de autonomía-similitud
con los griegos en los años en que Roma conquistó el Mediterráneo. El mayor
exaltador de los orígenes troyanos de Roma en la época augustal fue Virgilio.
El héroe de la Eneida fue el elegido para una misión dictada por el destino que
hace posible la fundación de Roma y la creación del Imperio. Sin embargo, la
recuperación y la fama del mito troyano en el siglo I dependía de una
circunstancia de política interior. A través de la figura del hijo de Eneas,
Ascanio, conocido en Roma con el nombre de Lulus, la gens Julia reivindicó sus orígenes nobles. Según esta línea
de descendencia, Julio César, y más tarde Octavio Augusto, habrían gobernado un
Imperio sin precedentes. A través de estas leyendas se cierra el círculo entre
Eneas, Roma y Augusto.
Rómulo es un legislador,
un guerrero y un sacerdote. Lo que representa antes que nada es la figura ideal
de lo que más tarde habrá de llamarse el imperator, a la vez intérprete directo
de la voluntad de los dioses y especie de personaje fetiche, en posesión por sí
mismo de una eficacia mágica, combatiente invencible a causa precisamente de la
“gracia” de que está revestido, y arbitro soberano de la justicia entre su
pueblo. La sola unidad de Rómulo es este “carisma” que perdurará durante toda
la historia romana ligada a los reyes, primero, y después, por la sola virtud de
su renuntiatio —su proclamación como elegidos del pueblo— a los magistrados de
la República; por último, a los emperadores, que serán esencialmente
magistrados vitalicios. La tentación de crear reyes permanecerá siempre muy
viva en el seno del pueblo romano; la medida de ello nos es dada por el horror
mismo que aparece ligado a dicha jerarquía. Rómulo, encarnación ideal de Roma
—de la que lleva el nombre—, llena las imaginaciones y varias veces pareció a
punto de reencarnarse: en Camilo, en tiempos de la victoria de Veies; en Escipión,
al coronar la victoria sobre Cartago; en Sila, en César, y únicamente por una hábil
maniobra parlamentaria evitó el joven Octavio, vencedor de Antonio, el
peligroso honor de ser proclamado un “nuevo Rómulo”.[6]
Los romanos eran de origen
indoeuropeo, posiblemente con raíces en el Asia central. Después de emigrar
primeramente a Europa central, algunas tribus indoeuropeas alcanzaron la parte
alta de la península italiana y comenzaron a desplazarse hacia el sur alrededor
del año 1.000 a. de C., conquistando los pueblos indígenas a su paso. Los más
importantes de los recién llegados eran los latinos, grupo al que pertenecían
los romanos que prosperaron gracias a una gran diversidad de cultivos, y
comenzaron el lento proceso de desarrollo.
Afortunadamente, Roma se vio
favorecida por siglos de relativa ausencia de peligro de dominación extranjera,
durante los cuales pudo realizar la progresiva conquista de la península
italiana y forjar un carácter nacional. Roma rara vez hubo de defenderse de
fuerzas superiores a la suya, por lo cual se acostumbró a las victorias y
adquirió una inmensa confianza en sí misma.
A pesar de la consagrada
leyenda que dice que Roma se deriva de Rómulo, la palabra parece ser etrusca.
Artículo elaborado por la Lic. Aline López González
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